Hace ocho años trabajé en desarollo de software como freelance para una de las casas de bolsa más grandes de México. Estaba haciendo para ellos una app para dispositivos móviles. El yo de ese entonces se emocionó cuando por fin pudo cerrar ese cliente. Sin embargo, después de algunas semanas de trabajo las cosas se empezaron a poner complicadas. Ahora con la experiencia ganada puedo decir que ese proyecto fracasó porque no supe jugar a la política y solo me enfoqué en la parte técnica del proyecto.
El proyecto era una batalla entre dos áreas de la empresa, una técnica y agresiva, y la otra amigable y negociadora. Esta última fue la que me contrató. Si hubiera entendido todo esto en su momento, habría logrado llevar el trabajo hasta el final y quién sabe, tal vez hasta hubiera obtenido otros contratos. Hoy estoy feliz de haber fracasado.
Ese dejo de rebeldía que traigo desde la secundaria –ya sea por mi corte de cabello, forma de caminar, de hablar o que sé yo–, sé que no era bienvenido en los pasillos y elevadores llenos de personas con trajes de más de veinte mil pesos. A pesar de mis esfuerzos por blanquear el barrio que siempre ha estado dentro de mí. Tal vez también eso haya influido para no ser aceptado en ese mundo de sofisticación y viajes de fin de semana a Valle de Bravo*.
Creo que ese fue el primer momento en toda mi carrera profesional donde sentí esa repulsión de manera clara, no es que no la haya sentido antes, pero en otros casos habían sido situaciones aisladas con empleadores u otros clientes. Antes de este proyecto la industria me parecía que tenía cierta lógica y honor, o ética. Nunca me cuestioné el papel de la tecnología, era más bien como una solución innovadora, casi mágica, a los problemas y vicios de las corporaciones y gobiernos. De las personas.
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Red Flags de la Industria
Recuerdo que en un momento estábamos esperando en una sala de juntas a que llegaran todas las personas involucradas. Mientras tanto, los hombres con más poder en el cuarto empezaron a hablar de forma casual acerca de política, pero no de sus convicciones o de qué partido o candidato les parecía mejor (esto me llevó también a cuestionar la política años más tarde, pero de eso hablaré en otra publicación).
Esa plática casual, no de trabajo sino para matar el tiempo, me hizo por fin abrir los ojos. Hablaban de cómo la victoria del candidato X afectaría el mercado, o la de Y mandaría a la chingada sus stocks si no los vendían antes del día de la elección. Esa forma tan relajada de hablar de candidaturas como piezas de ajedrez para que no les afectara su portafolio personal, e incluso bromeando con comunismo a carcajadas, hizo que me diera cuenta de que estos hombres no tenían convicciones, no tenían honor, su única pleitesía es hacia el dinero y los intereses de quienes servían.
Desde ahí todo se empezó a hacer más evidente. De por sí ya estaba cansado del proyecto, pero me di cuenta de que estaba trabajando además para una empresa que no se alineaba con los principios del yo de entonces. Todo es mucho más complejo que estos párrafos, pero me fui asqueado sabiendo que mis líneas de código solo estaban ayudando a gente rica a volverse más rica a costa de otras no tan ricas que deciden jugar su juego de números y posibilidades. La venta en corto es una de esas jugadas macabras que recuerdo no tenían ningún sentido al momento de programarlas.
Cuando terminó todo, me fui asqueado de ese lugar. Recuerdo que por mucho tiempo la causa de esa repulsión era la industria financiera. Nunca pensé en la industria a su servicio, IT, como la causa. A final de cuentas me volví programador por gusto y de manera casi autodidacta; siempre me ha apasionado resolver problemas, desde crucigramas y laberintos hasta ecuaciones. Pero no solo problemas abstractos, también aquellos que requieren investigación, hilar cabos, imaginar soluciones paralelas. La programación me dio la habilidad de poder hacer eso y sentir que jugaba mientras lo hacía.
Sin embargo, unos años después esta diversión se convertiría en hartazgo debido al tipo de proyectos en los que trabajé. Después de laborar en la casa de bolsa decidí buscar un trabajo con menos impacto negativo en la sociedad. Al menos eso me dije a mí mismo.
No me fui inmediatamente
Al terminar este proyecto y después de estar rodeado de whitexicans** millonarios con trajes jugando al dinero, pero con sofisticación, encontré un trabajo en una agencia desarrolladora de software que me contrató para seguir trabajando en aplicaciones móviles. En ese momento pensaba que solamente estaba en la industria equivocada y que la tecnología no era mi problema.
Hoy, después de cinco años de haber dejado ese trabajo, puedo decir que sí fue la tecnología quien me alejo de programar, pero no la tecnología per se. Fueron las circunstancias alrededor de la tecnología quienes me ayudaron a darme cuenta de lo que realmente estaba buscando.
Esta es la primera parte de una serie de publicaciones multiplataforma. Puedes encontrar la segunda parte en este hilo de Twitter.
* Valle de Bravo es un pueblo en el Estado de México que es bien conocido por ser un destino de retiro de fin de semana para la gente rica de Ciudad de México y su área metropolitana.
** Whitexican es la definición de una persona que no tiene exclusivamente la piel blanca pero que actúa como uno/a poderoso/a de ellos/as. Estos comportamientos incluyen actitudes pretenciosas, clasistas y racistas hacia las personas y grupos marginados y racializados. Suelen desconocer los sistemas de opresión, como el racismo, que generalmente les proporcionan beneficios como la riqueza o el acceso a determinados grupos económicos. Las personas que no son blancas también pueden ser consideradas whitexicans siempre que cumplan con las actitudes que perpetúan su posición en la sociedad.
Edición: Isaura Leonardo